La paz es no temer la muerte.
Cuando el abismo deja de ser terrible
caen los libros nuevamente ordenados
en todos sus estantes,
duerme el gato estirado a lo largo de la alfombra
y el reloj avanza
hacia un tiempo que nunca alcanzaremos.
La muerte era
el miedo de los niños a la oscuridad.
Ahora que nuestra bóveda interior
se encuentra iluminada,
morir es terminar, poner un punto,
firmar la carta que no contiene dramatismo,
entender que los ojos que nos quemaron de deseo
en medio del desierto del alma
fueron un espejismo.
La paz es entender que los espejos mienten.
Y toda la desdicha, toda la egolatría de Dios
se compone de espejos,
de imágenes de imágenes de imágenes
inscriptas en rectángulos, en óvalos, en círculos.
Los espejos creados por la ironía cosquillosa
del redentor
son la trampa del mundo.
Pero la paz, si existe, no resuena
en la bóveda de los pensamientos.
Está sentada en una silla a medianoche,
en el cuerpo de un hombre que no puede dormir
porque comió espagueti con salsa siciliana
demasiado tarde.
Mientras la paz hace la digestión
es posible tener fantasías amorosas,
recordar sin rencor a los progenitores,
constatar el estanque de agua mansa
que es la soledad
y jugar:
poner las manos en el río frío
de lo que no existe,
de lo que no existió y es añorado absurdamente
-la respiración sofocada por el instinto-.
Tiempo que empecinadamente
se refleja en el engaño de los espejos.